Sunday, March 1, 2009

"Sobre la depresión, el pretendido mal" Autor: Enrique Galán Santamaría

Parafraseo el título del conocido libro de Konrad Lorenz sobre la agresión, publicado originalmente en 1968, pues tan peligrosas como necesarias son la depresión y la agresión. En ambas están en juego la supervivencia y la muerte, razón por la cual la actitud general hacia ellas es de temor y rechazo. Por otro lado, guardan una íntima relación de fondo, en primer lugar, porque se refieren al poder personal y, en segundo, porque la depresión es, en sus casos más graves, autoagresión explícita y agresión implícita sobre el otro.

Tomaré de Lorenz sólo tres de sus tesis: (1) la agresión es un instinto, (2) la agresión es la base instintiva del vínculo interindividual y grupal y (3) la represión y desplazamiento de la agresión está en la base de toda psicopatología.

Sin entrar en la compleja naturaleza del instinto, conviene recordar que tiene un aspecto formal (pattern of behavior) y otro energético (impulso o pulsión). El primero implica al objeto —que en el caso de la agresión es un miembro de la misma especie— y es, por lo tanto, transindividual, mientras el segundo se refiere primordialmente al estado del organismo, esto es, al sujeto biológico.

La mediación entre el estímulo-signo del exterior y la acción instintiva ritual que desencadena se produce en varios registros de complejidad creciente. En la aparición de la señal para un sujeto que la transforma en estímulo está implicado desde el cosmos que con sus oscilatorias constantes cosmológicas produce el entramado de los entes materiales, hasta el más invisible ritmo de la imaginación agente en cada uno de esos entes, su ser.

Es decir, el instinto, con la regularidad de una pauta, señala un orden que, como mínimo, incluye a la biosfera. Esta psique biológica —desde el misterio del ADN a las complejísimas mutualidades dadas en coevolución entre los reinos animal, vegetal y mineral— que revela el instinto se hace consciente en nuestra especie.

La segunda tesis que recojo de Lorenz surge de la observación naturalista. Son las especies animales con mayor respuesta agresiva aquellas cuyos miembros establecen vínculos duraderos. Tales vínculos personalizan las relaciones, con lo que aumenta el grado de individualidad de los miembros de esos grupos. Este vínculo erótico tiene su propio nombre, sexo, que da origen y sirve para el mantenimiento de la especie, y que actúa en paralelo con el instinto nutricio, el hambre, que asegura el mantenimiento del organismo individual. La agresividad interviene en la realización de esos dos grandes instintos, sea destruir a la presa para construir el propio cuerpo o alejar al competidor en la paradas nupciales, por citar sólo dos tópicos de la autoafirmación individual y vincular que suponen el hambre y el sexo. Autoconservación y conservación de la especie, los dos grandes instintos de lo vivo, materializados a través de la agresividad extraespecífica contra la presa nutricia o el enemigo predador y la agresión, por definición intraespecífica.

La tercera nota de Lorenz nos introduce ya en la problemática propia de este texto, referido a lo humano en los términos propios de la psicología clínica. La represión y desplazamiento del instinto agresivo, instrumento materializador de hambre y sexo, su poder, perturba estos ámbitos al dificultar su realización y traba así el despliegue vital del organismo en relación con su mundo.

En el hombre, a la tríada hambre, sexo y agresión se une la ‘pulsión pistemofílica’ (M. Klein) que crea la autoconsciencia, originándose la cultura y su diversidad histórica plural en la modulación de tales instintos, hasta llegar incluso a su completo cambio de sentido dentro del simbolismo que lo determina. Jung ha denominado arquetipos al modo en que esos instintos se manifiestan en la psique del hombre, definiéndolos como el correlato psíquico del instinto, su autorrepresentación.

La consciencia reflexiva, la autoconsciencia que revela el despliegue del fenómeno humano, se manifiesta en palabra e imagen, en idea y realización material. La historia de nuestra especie, con sus creaciones y destrucciones en los diversos ámbitos de lo real, es la empiria posible del espíritu humano, ocupado en contemplar el sentido del ser en el orden de los entes.

La depresión en la consciencia colectiva

Depresión es un término que significa intuitivamente el descenso de una tensión o impulso, de una presión. Usaré una de las seis acepciones que esta palabra tiene en nuestro idioma, aunque las otras cinco no están muy lejos de la imaginación depresiva (hundimiento del terreno, enlentecimiento de un proceso, descenso en la presión atmosférica, vacío en un motor por descenso del émbolo, captación de lo que se encuentra por debajo del horizonte visual). Aquí se hablará de la depresión psíquica, con sus dos rasgos principales, miedo y tristeza.

Un mínimo contacto con los media basta para experimentar miedo y tristeza, por eso hay tanta gente que ni lee periódicos ni sigue las noticias vomitadas por radios, televisiones y demás. Prefiere ahorrarse la cuota de depresión causada directamente por la imagen de tanta injusticia a manos de unos cuantos verdugos que alimentan nuestro miedo y tanto sufrimiento aquí y allá de millones de víctimas inocentes, sumergiéndonos en la tristeza.

Esa huida del conocimiento del horror causado por una violencia desatada no lo evita, ciertamente, pero sí evita las emociones depresivas que acompañan tal conocimiento. Que el horror real —genocidios, intoxicaciones, mentiras descaradas, expolio de hombre y mundo— quede por debajo de nuestra línea del horizonte no le impide sin embargo producir sus efectos deprimentes objetivos con los que debe vérselas cada individuo en su esfera de existencia.

Tenemos aquí una fuente de depresión, más bien una catarata, que los estudios de sanidad pública auspiciados por la OMS no relacionan directamente con la escalada de depresiones que señalan. Que para el año 2020 la depresión se considere la segunda “enfermedad” incapacitante en el Primer Mundo da mucho que pensar. Se diagnostica con tan apabullante frecuencia que ha disparado el consumo de antidepresivos y aumentado la demanda psicoterapéutica. Se habla incluso de una “epidemia de depresión”. La realidad horrible que preferimos no conocer no deja empero de afectarnos.

En 1961, la OMS vaticinaba un aumento de la depresión a causa del envejecimiento de la población, con sus enfermedades asociadas y el efecto secundario de los fármacos para combatirlas, y por el estrés debido a la movilidad social. Una década después, en 1970, la psiquiatría señala que la depresión es la patología más extendida del planeta, con un 3% de incidencia. Hoy se estima que afecta a un 10-15% de la población, dato estable desde la década de 1980.

¿Qué entendemos por depresión?

Depresión es el término técnico que se consolida en el siglo XX para describir la antigua melancolía, de la cual era uno de los síntomas, y que en la actualidad ha llegado en sus descripciones a tal grado de heterogeneidad que se ha tornado ubicua, pues se encuentra allí donde se da inhibición, abatimiento, enlentecimiento cognitivo, inseguridad, ansiedad y gran número de sintomatologías físicas (cardiovasculares, gastrointestinales, neurológicas, musculares, cefaleas, desarreglos hormonales, etc.) o incluso verdaderas somatizaciones (depresión inmunológica, autoinmunidad, cáncer, etc) conocidas globalmente como ‘depresiones enmascaradas’. Es decir, la depresión se encuentra en toda psicopatología –incluso en su contrario, la manía, junto a la que va asociada en el trastorno bipolar— y en muchas enfermedades, como causa o consecuencia.

La noción de melancolía, en su comprensión médica y sus efectos culturales, no puede ser tratada aquí. Baste saber que dentro de la medicina, donde surge el concepto en Hipócrates y cuya tradición galénica elaborada por los árabes es dominante hasta el siglo XVII europeo, sirve para caracterizar los estados anímicos de desvitalización y continuo penar. El miedo y tristeza nucleares se acompañan de aislamiento social, abandono personal, visiones y creencias que serán posteriormente llamadas alucinaciones y delirios. Es decir, la noción de melancolía cubre el conjunto de las psicopatologías descritas por la psiquiatría nacida con el XIX a lo largo de sus dos siglos de existencia (ciclotimia, paranoia, esquizofrenia, ansiedad, angustia, depresión). En el siglo XVII, que alumbrará el mecanicismo y la medicina iatromecánica, surge el concepto de depresión mental, una de cuyas definiciones encontramos en un filósofo moral, Thomas Hobbes, quien en su célebre obra publicada en 1651 escribe que “la tristeza que proviene de albergar la opinión de que se carece de fuerza o poder, se llama DEPRESION mental”.1 En ese mismo siglo y país se acuña la expresión ‘desórdenes nerviosos’. La reflexión posterior al respecto durante la Ilustración permite alumbrar la psiquiatría.

El término melancolía ya le parecía inefectivo a uno de los primeros psiquiatras, J.E. Esquirol, pero permanece en uso prácticamente durante un siglo más, hasta la “locura maniaco-depresiva” de Kraepelin. Será sin embargo uno de sus críticos, A. Meyer, el impulsor de la psiquiatría en Norteamérica, quien impondrá el término de ‘depresión’, sobre todo tras la II Guerra Mundial.

Es justamente en esa época, en la década de 1950, cuando inicia su apoteosis la psicofarmacología, después de los importantes avances dados con los bromuros a finales del XIX a los barbitúricos y anfetaminas en las primeras décadas del XX. Al descubrimiento en 1952 del primer neuroléptico, le siguieron los antidepresivos (1953, 1957, 1958) y los ansiolíticos (1954, 1959). Se inicia la psiquiatría farmacológica dominante en nuestros días en investigación, didáctica, tratamiento, promoción y extensión.

Para la psiquiatría dinámica, fundamentada en la psicología profunda, la depresión se concibe desde el principio (Freud, Abraham) ligada al duelo por la pérdida del objeto amoroso, externo o interno (el yo ideal). A ello se une la autoagresión, trasunto de la lucha entre el yo y el superyó, conformando los cuadros melancólicos. La noción de ‘posición depresiva’ de M. Klein da un paso más al concebir la depresión como un fenómeno necesario en el desarrollo psíquico, de importancia cardinal. Los aportes posteriores de la psicología profunda subrayan tanto los aspectos sociales de la depresión como los existenciales y antropológicos. La perspectiva de la psicología analítica entiende la depresión como una introversión de la libido, no estrictamente autoagresiva, y la asocia con el arquetipo del senex, representado por Saturno.

Niveles de la depresión

Como estado anímico asociado a la pérdida del objeto, —externo o interno, pero siempre total—, su sentido depende de la delimitación (forma) y valor (intensidad) otorgado a ese objeto por el sujeto. No es lo mismo perder a un hijo, una oportunidad laboral o una idea de sí, pero siempre es el sujeto consciente quien determina el valor adecuado a esa pérdida, es decir, la intensidad y extensión de su depresión.

Un primer nivel empírico dice pues que toda depresión es una reacción del individuo a una pérdida, una ausencia de lo hasta entonces accesible. Frente a la idea de una depresión ‘endógena’ que surge independientemente de la experiencia vital del sujeto, se levanta la evidencia de la depresión ‘reactiva’ (Meyer), ampliada a los objetos internos.

Otro nivel de la depresión se refiere a la economía comunicativa grupal que determina, llamada de auxilio o agresión camuflada bajo el sufrimiento para controlar a los demás. Este nivel de la depresión explica muchas veces su cronificación.

Si en estos dos primeros niveles la agresión, incapacitada o sibilina, se encuentra de algún modo trabada, en el tercer nivel, exclusivamente interno, la autoagresión no tiene coto, hasta llevar a la enfermedad y la muerte (esos ataques al cuerpo de los trastornos alimentarios, esa descalificación de sí que conduce al suicidio, por ejemplo). Es la derrota del yo frente al superyó.

El nivel corporal de la depresión, su biología, es de una complejidad apabullante que quisiera resumirse en una mítica “armonía de la neurotransmisión”, tan cercana a la isonomía humoral de los antiguos. La psicosomática de la depresión afecta a todo sistema del organismo, lo que puede ser entendido en términos de autoagresión biológica, pero que revela la íntima conexión de sentido entre estados corporales y anímicos.

La clave seguida para la investigación biológica no ha sido el conflicto psíquico o relacional, sino la desenergetización, el déficit. De ahí que se haya seguido la pista de las monoaminas, asociadas a la actividad y vitalidad. Tal es el discurso de la psiquiatría farmacológica y su poderoso sistema institucional, a pesar de su fracaso en delimitar con precisión no sólo las categorías nosográficas sino la pretendida causa específica de cada una de ellas. El sueño de una psiquiatría biológica alumbrado por el descubrimiento en 1822 por Bayle de su ‘aracnoiditis crónica’ sigue esperando su realización, aunque el marketing científico, y con él la población, dé por cierto lo que aún debe comprobarse.

Tratamientos de la depresión

Según se conciba el estado depresivo se utilizarán unos u otros tratamientos. En la medicina galénica, basada en la idea de la discrasia humoral, los 7 factores naturales (constitucionales) y 6 no-naturales (circunstanciales), los tratamientos físicos eran sangrías y drogas prescribiéndose una dietética corporal y anímica para limitar los males. La iatroquímica paracélsica del XVI introduce fármacos más complejos que nada deben a la tesis humoral. Iatromecánicos del XVII centran su atención en el ‘licor nervioso’ que circula por la red nerviosa del organismo hasta descubrir su carácter eléctrico en el XIX. A sangrías y drogas se añaden acciones de choque (chorros de agua, movimientos violentos) y se intentan las primeras formas de psicoterapia ilustrada (Mesmer), confluyendo en el tratamiento moral de las pasiones que inaugura la psiquiatría.

El fracaso del tratamiento pineliano asilar, que niega en sus prácticas disciplinarias la “dulzura” prescrita por Daquin al médico en su acción profesional, conduce al nihilismo terapéutico que ha caracterizado a la psiquiatría incluso hasta hoy (degeneracionismo, deterioro psíquico, cronificación son sus términos a lo largo de su historia). La esperanza abierta por Bayle, que fundamenta la impostura psiquiátrica de creer en “enfermedades mentales” basadas en el “mito del cerebro”, sólo permite un tratamiento que supone una agresión al organismo, sean los choques y la cirugía puestos a punto en la década de 1930 o las actuales psicofármacos desde la década de 1950, cuya efectividad, cuando la tiene, es más castigo o placebo que curación.

La psicoterapia, por su parte, fundamenta su efectividad en la resignificación de los motivos de la depresión dentro de una relación terapéutica e intenta hacer de la depresión conocimiento, incluso sabiduría. La psicoterapia es heredera del tratamiento moral, inspirado por la filosofía estoica de las pasiones, y ha desplegado un verdadera profusión de métodos a lo largo del siglo XX. Para la psicoterapia, que se relaciona más bien con la dietética galénica de los 6 no-naturales, el enfrentamiento con la depresión se organiza en los términos de la filosofía moral, esto es, la consciencia de los efectos de nuestras acciones en uno mismo, el otro y el mundo y la captación de nuestra órbita de acción, nuestros límites y nuestro poder.

Agresión y depresión

Esta panorámica tan general tal vez permita dar mayor consistencia a la relación entre agresión y depresión que inicia este texto. Aparentemente, a la agresión como autoafirmación se le opone la depresión como autonegación.

Señalaba al principio tres tesis de Lorenz sobre la agresión: instintividad, funcionalidad y perturbaciones. Son estas perturbaciones del instinto las causas de la depresión. Y es esa instintividad su posibilidad de curación. La clave está en la funcionalidad. El sentido de la depresión.

Desde el punto de vista individual, la depresión es un debilitamiento. La visión de la vida propia, en sus contextos familiares y sociales específicos, es negativa. No se poseen los recursos, el poder, para conseguir los fines apetecidos, ni siquiera hay apetencia. Sólo se quiere dejar de sufrir. Que acaben los pensamientos penosos, los recuerdos felices alimentando el tormento omnipresente. No hay esperanza. No hay más futuro que la muerte. Nada tiene sentido, empezando por uno mismo. El porvenir del fracaso cotidiano es el horror, fantaseado desde un pasado feliz imaginario hecho de inconsciencia. La insondable tristeza que dejan las ilusiones perdidas de lo que uno creyó ser, creyó vivir. El miedo ante lo inmanejable —las cosas, el cuerpo, las relaciones. La desesperanza total.

La depresión aísla, como rezan sus primeras descripciones, encierra en una cárcel psíquica a un yo imaginario en el que uno mismo no se reconoce, lleno de vacío e inseguridades puestas a prueba en cada relación con el otro. No hay ninguna confianza en el otro porque uno no la tiene en sí mismo. En sus vivencias, sus emociones, sus apreciaciones y actos, que apenan son reflexionados, a falta de una calma imposible ante tanta agitación, ansiedad, incertidumbre, miedo.

Estar a solas exclusivamente con uno mismo asaltado de espantos fantasmales llenos de sentido privado no es muy saludable. Se necesita al otro, a alguien con quien establecer un vínculo donde pueda posarse por un instante alguna representación-emoción (‘complejo’) que cobre objetividad a través de la comunicación intersubjetiva.

Desde el punto de vista del otro —individual, grupal, social—, el deprimido que busca aislarse es alguien que no quiere comprometerse con nada, en último lugar consigo mismo. Ve en la depresión ajena una coartada para manipular las relaciones mediante la culpa, la justificación, la queja puramente emocional, despersonalizada. Se tiene la angustiosa sensación de que el deprimido quiere matarse, sí, pero acompañado, llevándose a otros consigo a la tumba —tanto familiar que ha caído en la tela de araña de la desvitalización, la inhibición, el fracaso.

Lo que echa de menos ese otro necesario para el deprimido es su asertividad, su agresividad para autoafirmarse ante sí, el otro y el mundo y estar a la par de cualquiera en la dura tarea de vivir. No una agresividad hecha de daños desproporcionados —eso queda para el maniaco o la fase maniaca— sino la materialización y ejercicio de los instintos nutricio y sexual, tan perturbados en la depresión y obligados a manifestarse de forma perversa, esto es, significados fundamentalmente por su prohibición.

Apelar a la agresividad del deprimido, siempre tan autocomplaciente, tan autocompasivo, autoconmiserativo, consiste en demostrar la función que está cumpliendo en él la agresión, tan escamoteada a los ojos como poderosa al resto de los sentidos. Una agresión implícita que teme hacerse explícita y se expresa en forma desplazada de su objeto. ¿Por qué la agresión explícita se vuelve contra uno mismo? ¿Ante quién de uno mismo se afirma una fuerza antagónica?.

Entramos en el mundo de la psicoterapia. Se trata de establecer las formas en las que ese conflicto interior logre hacerse operativo para el sujeto que lo sufre. Ante el temor de tomar partido por un polo frente al otro, la agresión interna entre los opuestos se paraliza —la indecisión, la incertidumbre, la ansiedad— y su movilización por parte del terapeuta no deja de romper un equilibrio del sujeto, por inestable que parezca escondido tras su depresión. Se confía en que alguien está mal porque no se deja vivir y que basta con quitar aquí y allá algún obstáculo en la corriente vital de ese organismo para que fluya de nuevo la vida y con ella la lucha por la existencia, por la libertad.

Se intenta canalizar la libido —el interés puesto en los diversos objetos y medido por la intensidad emocional— a través de un orden que surge de la comunicación entre el deprimido en el borde de su agujero negro y el terapeuta atento a las agresiones externas, en las que se manifiesta algo de autoafirmación real. Las resistencia son, a veces, una bendición.

En todo tratamiento, psicológico o físico, hay aspectos de uno y otro en cada momento. Una intervención farmacológica tiene mucho de psicoterapéutica a través del sujeto-supuesto-saber, la intervención psicoterapéutica tiene mucho de física por las emociones que provoca la movilización de la libido en sus distintos registros. El desbloqueo emocional propio de toda psicoterapia tiene un efecto corporal innegable. Precisamente el término ‘psicoterapéutico’ surge en la Inglaterra del XVIII para referirse a la influencia de la mente sobre el cuerpo.

Sin embargo, no puede negarse que sólo elaborando mentalmente el estado depresivo, comprendiendo el valor de los objetos perdidos, su carácter ilusorio tantas veces, reintegrando la libido abandonada en aquellos objetos internos, esos complejos psíquicos que no logran hacerse conscientes sino con mucha paciencia, puede el sujeto establecer un ámbito de acción moral, usar su voluntad y su poder.

El trabajo de la depresión es la memoria, aunque su lógica coexistencia con estados de ansiedad, relativa a las decisiones en el presente, y de angustia, expectativas negativas de futuro, si bien permiten por un lado la dialéctica temporal, por otro contaminan el contexto psíquico. Por eso hay que proporcionar un lugar donde expresar de algún modo los últimos vestigios de lo que se cree haber perdido absorbido por el agujero negro que conduce al inframundo. El deprimido quisiera no estar en el inframundo pero sólo se fija en lo perdido o en lo que no será. Huyendo del inframundo, de la Memoria de especie, el deprimido se cronifica en una personalidad anhedónica.

En este acelerado mundo en el que vivimos, donde se promociona un éxito cuyos signos externos tienen que ver mucho más con la mafia que con la figura del héroe civilizador, reina el simplismo. Resulta llamativa la incultura general de los individuos en un ambiente cultural sobresaturado. El acceso fácil a tanto conocimiento lo degrada a mera información, en un estúpido abandono de lo mejor sepultado bajo el éxito de lo peor.

En estas condiciones, alimentar en la población, de la cuna a la tumba, el uso de psicofármacos —un 80% prescrito por los médicos generalistas, el resto por los psiquiatras— no es muy buen augurio. Los efectos de los psicofármacos, cuyo uso práctico sigue una ritualidad empírica no muy distinta a la de la alquimia, tienen efectos discutibles a corto plazo y nefastos a largo plazo. Una alquimia que utiliza centenares de preparados que buscan esa “armonía de la neurotransmión” y cuyos efectos secundarios son muy dignos de tener en cuenta. No hablemos ya de los primarios, una adicción a poderosísimas drogas pensadas para activar un determinado gen neuronal e imponer la síntesis proteica. El organismo tratado como un tubo de ensayo.

El público que habita la ciudadela del desarrollo, un 20% de la población mundial en el mejor de los casos, siente miedo y tristeza ante una vida propia que no acaba de dar sus frutos, conduciendo a la depresión, y frente al espectáculo de vidas ajenas tratadas con desprecio lejos de nosotros. O no tan lejos, pues el Cuarto Mundo, las periferias urbanas degradadas, no deja de extenderse.

Si es cierto que la depresión implica una perturbación en la función de la agresión, y con ello de los instintos mayores, se trata de poner esa agresión en relación con los objetos vitales propios de cada instinto, para que puedan producirse las vivencias necesarias y construirse las experiencias individuales. En cuanto a la autoagresión, se debe restaurar el eje yo—sí-mismo, trascendiendo la destructiva lucha del yo contra el superyó. Desde la psicología profunda, el conflicto entre consciencia e inconsciente es la génesis de toda psicopatología. La conscienciación, elucidación y elaboración permiten diferenciar posiciones intermedias entre los polos antagónicos y hacer consciente la compensación que supone todo conflicto, al final la necesaria complementariedad de los contenidos psíquicos y químicos en una homeostasis natural. La eutonía, frente a distimias y demás.

La depresión es una necesidad, aunque difícilmente la deseamos. Necesidad emocional y cognitiva. Es la marca que deja la caída en la cuenta de las equivocaciones, la consciencia de nuestras limitaciones, la retirada de las proyecciones. La depresión cumple una función de realidad para el principio de irrealidad propio de la manía. Hablo de ese juego bipolar, señalado en su momento por Areteo de Capadocia o Alejandro de Tralles, redescubierto por los psiquiatras franceses en torno al ecuador del XIX, marca de fábrica del muy alabado Kraepelin y hoy ‘trastorno bipolar’ que sirve de regla difusa para toda psicopatología.

Es un signo de los tiempos, que puede formularse en otros términos. Se contempla aquí la dialéctica puer-senex, la pareja arquetípica del paso de la edad. El niño es futuro, potencialidad, límites elásticos, ímpetu, ignorancia, inconsciencia, curiosidad, búsqueda, impotencia real compensada por omnipotencia imaginaria… Consciencia rápida e inconsciente lento. El anciano es la figura contraria: pasado, actualización, límites consolidados, fatiga, conocimiento, consciencia y conciencia, reconocimiento, administración de lo encontrado, impotencia parcial compensada por ironía bien real… Consciencia lenta e inconsciente rápido.

Puer, senex y la relación puer-senex son arquetipos, autorrepresentaciones del instinto de la maduración vital y del instinto de conocimiento. Son elementos de nuestra psique humana, tanto en su apreciación subjetiva individual como en su realización social. Cuando los instintos por ellos representados se desconectan surgen las complicaciones. Se trata de aprender de la experiencia, vivir impulsados por puer para poder filosofar como senex.

Asistimos hoy al despliegue de un mundo pueril, hecho de realidades virtuales que alimentan un imaginario social de omnipotencia. Puer campa por sus centros de consumo ajeno al pasado, a los límites, la experiencia. La irracionalidad de este mundo nuestro, no sé si por ser el mío o por los procesos de escala, me parece un exceso. Irracionalidad presente en muchas de nuestras conductas individuales, culturales y de especie, entre las que sobresalen los actos de destrucción gratuitos, tan habituales en la escala que va del niño caprichoso que estrella su teléfono móvil contra el suelo hasta el bombardeo de un país soberano para eliminar stocks de armamento pensando apropiarse sus riquezas, como en la escandalosa guerra de Irak. No hablemos de ese crecimiento que exige destruir el planeta.

Un mundo puer, maníaco, debe compensarse con su opuesto, senex, la depresión. Sin depresión, aunque sea imaginaria o incluso planeada para producir miedo en la población, no podemos tener ni autoconsciencia ni capacidad de vínculo; no podemos captar con claridad nuestras limitaciones ni nuestros límites; somos tentados por la omnipotencia maniaca, con sus desastrosos efectos —se sabe desde antiguo que la manía es peor que la depresión, la verdadera locura si no va bien lastrada de la melancolía ficiniana—; perdemos de vista nuestra individualidad reflexiva, dominados por la acción.

Así pues, a su modo senex, la depresión tiene al final la función de autoafirmación en un universo puer, aquejado de expansión. La contracción que exige senex, tan bien representada en la depresión a todos los niveles, equilibra aquélla, evitando la destrucción del individuo fusionado con su contexto.

A fin de cuentas, la población actual, en este imaginario pueril del cuerno de la abundancia, no puede hacer desaparecer, en individuos y grupos, a ese senex cuya misión no es hundirnos en la miseria de la depresión, sino hacer de ella la materia prima que guarda en sí aquello que nos constituye y cuyo encuentro, el reconocimiento del sí-mismo por el yo, establece el lugar de la serenidad, de la libertad. Se prefiere, sin embargo, embotar la consciencia con fármacos y dejar a un cuerpo incomprendido e intoxicado la labor que compete al espíritu.

Madrid, junio 2008
http://www.fcgjung.com.es/art_177.html

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